martes, 3 de enero de 2012

Woody Allen (sus comienzos)


Hablar de Woody Allen es hablar de uno de los cineastas más prolíficos de Hollywood (prácticamente sale a película por año, y sus ya setenta y seis años no muestra el más mínimo indicio de decaer en ese frenesí fílmico). El cine de Woody Allen puede definirse como cine de autor, comedias hechas con un estilo muy propio y reconocible que o bien denigras o adoras, impregnadas de todas sus fobias o manías (obsesión por el sexo, hipocondría, búsqueda de la estabilidad mental o sátira sobre su tan profesado origen judío)todas ellas con su adorada Nueva York natal de fondo (aunque últimamente viene extendiendo sus redes por Europa [al fin y al cabo su mayor consumidor de películas] en ciudades bellamente retratadas como Londres, París o Roma).

Woody Allen nace en 1935 en el neoyorquino barrio de Brooklyn en el seno de una familia judía bien acomodada de ascendencia austrohúngara. Desde pequeño ya mostró ser un niño poco sociable e introvertido, que pasaba la mayor parte de su tiempo visionando películas, leyendo comics o tocando el violín (pasión musical que aun conserva hoy en día [si bien con el clarinete], puesto que tiene su propia banda de jazz).


A los quince años decidió dedicar su vida al mundo de la comedia, poco a poco iría abriéndose hueco en el mundo de las variedades y los monólogos y a los 17 Alan Stewart Köninsberg (su verdadero nombre) pasa adoptar el seudónimo con el que se haría mundialmente famoso: Woody Allen.

El gran éxito cosechado como humorista hace que se decida a dar un paso más en su pasión y pasa a engrosar la  lista de alumnos de la Universidad neoyorquina en la que estudiaba entre otras cosas Producción cinematográfica. Toda esta experiencia como humoristas, tanto en vivo como en columnas de distintos medios de comunicación sumado a su gran pasión y conocimiento del mundo del cine provocan el cambio lógico que se da a mitad de los sesenta: su debut en el mundo de cine, no solo como guionista, sino también como actor. Se trata de la obra de Clive Donner “¿Qué tal pussycat?” (1966). Su debut tras la cámara no se hace esperar mucho y tan solo un año después dirige (interpreta y guioniza) la que será oficialmente su primera película “Lily la tigresa” (1967). Cierra la década participando en la más extravagante versión de James Bond hasta el momento (de la que también se ocupa del guión) “Casino Royale” (1967) de John Huston y dirigiendo una especia de “autobiografía” desternillante en “Toma el dinero y corre” (1969).



Los setenta le sirven para confirmarse definitivamente como cineasta y aportan a su filmografía dos títulos fundamentales. Como guionista y actor únicamente aparece en la inolvidable Sueños de un seductor” (1972) de Hebert Ross, conjugando a la perfección dos de las obsesiones del joven artista, la sexualidad y el cine. Y a mediados de la época se le ve aparecer en la sátira de la caza de brujas de Hollywood “La tapadera” (1976) de Martin Ritt.



Tras la cámara empieza la década con otra sátira, esta vez a los regimenes totalitarios con Bananas” (1971) a la que sigue su primera película mediática, en la que a través de tres cortos analiza de manera delirante sus fobias en inquietudes sobre el sexo en “Todo lo que siempre quiso saber sobre sexo y no se atrevió a preguntar” (1972).



Su siguiente película, de tono futurista, tiene de particularidad que es la primera de las muchas colaboraciones con su buena amiga Diane Keaton, se trata de “El dormilón” (1973), su peculiar visión, a modo de Fritz Lang en “Metrópolis” (1927), del futuro de nuestra sociedad. Dos años después repite con Diane en La última noche de Boris Grushenko” (1975), parodiando las guerras napoleónicas y granjeándose el éxito en toda Europa.


Sus últimas películas de los setenta (con la salvedad de la hermética “Interiores” [1978]) lo catapultan definitivamente como uno de los mejores cineastas de su época. Se trata de dos de sus más logradas películas: “Annie Hall” (1977), una reflexión sobre la vida y las relaciones que le lleva a conquistar cuatro Oscar (mejor película, director y guión original a parte del de mejor actriz para Diane Keaton) un rotundo éxito, y por desgracia excepción, para una crítica y público, el norteamericano, que nunca congenió demasiado con el tipo de cine y personalidad de Woody Allen (que precisamente no acudió a la gala porque coincidía con uno de sus amados conciertos de clarinete).



El otro éxito una de los mejores, sino el mejor, retrato hecho a la ciudad en donde estadísticas en mano, más películas se ruedan. Un homenaje en blanco y negro de una ciudad que Allen, como un neoyorquino más, adora. Una poesía visual y un icono, no solo del cine actual, como lo fue y lo es “Manhattan” (1979), merecedora únicamente por parte de Hollywood de dos nominaciones al Oscar, pero una de las piezas claves para entender la impresionante filmografía de Woody Allen.


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