domingo, 11 de diciembre de 2011

Audrey Hepburn


Hablar de Audrey Hepburn no es solo hablar de una deslumbrante actriz querida por todos, público y compañeros, es hablar de una valiente joven que escapa de las garras de la Segunda Guerra Mundial, es hablar de un icono de la moda, es hablar de la benefactora de los más necesitados, en definitiva es hablar de un mito.

Audrey Hepburn (Audrey Kathleen Ruston), nace en un pequeño pueblo belga de la Europa de entreguerras, hija de un inglés y una aristócrata de origen holandés. Una joven Audrey, que pronto sufre las consecuencias de un divorcio, quedando a recaudo de su madre en tiempos que se avecinaban cuando menos tormentosos en una Europa en donde el nazismo se hacía cada vez más patente.


La vida de la joven transcurría lo más apacible posible, dentro de ese clima de crispación, selectos internados y clases de baile (su sueño era ser bailarina), ocupaban su vida hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Inmediatamente su madre se lleva a Audrey a Holanda, país en esos momentos neutral, para resguardarla lo máximo posible de los horrores de la guerra. En Holanda vive una situación horrible (ella misma a lo largo de su vida encuentra grandes similitudes con Anna Frank: misma edad durante la guerra, sitiada en el mismo país…), sufre las consecuencias de la hambruna, la extrema delgadez a lo largo de su vida tiene su raíz en la escasa alimentación recibida durante esta época.

Todo lo malo acaba, incluso las guerras. La familia Van Heemstra, habían adoptado el apellido materno, decide quedarse definitivamente en Holanda; allí Audrey retoma sus clases de baile, la situación económica de la familia pasaba horas bajas, así que para costearse sus clases de ballet Audrey toma una decisión que cambaría para siempre su vida: decide ponerse a trabajar como actriz.

Los comienzos fueron duros y poco prometedores, pero el gusanillo del teatro y la interpretación ya había calado fuertemente en Audrey. Su carrera como actriz comienza con una sere de papeles menores en filmes holandeses, sin embargo su gran belleza y su destreza con el inglés la lleva al cine británico, con mucha más repercusión que el primero. Audrey consigue participar en películas bastante conocidas como “Oro en barras” (1951) de Charles Crichton o “Americanos en Montecarlo” (1952) de Jean Boyer.


En esa época el consagrado director William Wyler anda por Europa a la búsqueda de una protagonista femenina que acompañase a uno de los galanes de moda, Gregory Peck, en una película sobre la realeza ambientada en Italia. Wyler ve a Hepburn por casualidad y el resto ya es historia: papel protagonista en una de la obras maestras del cine (“Vacaciones en Roma” [1953]), Oscar en su debut como mejor actriz y aparición de un nuevo y fresco icono en el estrellato norteamericano.


Su siguiente película no hace sino confirmar que nos encontrábamos ante una actriz distinta. “Sabrina” (1954) de Billy Wilder es un rotundo éxito, y pese a ser emparejada con una figura contrastada, y a priori tan distinta a ella (no solo en edad), como Humphrey Bogart, Audrey sale airosa y recibe excelentes críticas y una nueva nominación al Oscar.


Hepburn continúa la década de los cincuenta con éxito tras éxito. La monumental “Guerra y paz” (1956) de King Vidor y basada en la conocida obra de Tolstoi, no solo le vale para consagrase definitivamente como primera espada en Hollywood, sino también para conocer a su futuro marido el también actor Mel Ferrer. Tras las esta epopeya se une de nuevo con Billy Wilder, que la vuielva a emparentar con un actor consagrado y veterano como Gary Cooper en “Ariane” (1957). Ese mismo año aprovecha para rodar su primer musical, ni más ni menos que con un experto en la materia como Fred Astaire; se trata de “Una cara con ángel” de Stanley Donen. Finalmente cierra la década con un película menor que accede a rodar por ser dirigida por su marido (al que adoraba): “Mansiones verdes” (1959) y con “Historia de una monja” de Fred Zinnemann que le reporta una nueva nominación a los Oscar.


Los sesenta comenzarían con “Los que no perdonan” de John Huston, una inusual y sobria interpretación como una mestiza en el género norteamericano por antonomasia: el western. A raíz del mismo Audrey encadena nada menos que cinco grandes taquillazos consecutivos: el primero, y más recordado, como la adorable Holly, en la inolvidable e icónica “Desayuno con diamantes” de Blake Edwards, basada en la exitosa novela homónima de Capote, para continuar con la “La calumnia” en la que se volvía a reunir con su “descubridor” William Wyler, y la divertida e intrigante “Charada” de Stanley Donen, donde compartía cartel con otro galán del “viejo” Hollywood como Cary Grant y cerrando este exitoso ciclo con dos musicales: “Encuentro en París” de Richard Quine con el gran Gene Nelly como partenaire y otro de sus grandes éxitos dentro de su excelsa filmografía y a su vez del género musical por antonomasia: “My fair lady”, exitazo de Broadway basado libremente en Pigmalión, y llevado a la gran pantalla por George Cukor.


Rodaban la mitad de los sesenta y la carrera de Audrey estaba en su punto más alto: encadenaba éxito tras éxito y bajo la batuta de Givenchy era una de los iconos de la moda mundial, por eso sorprende su decisión de apartarse momentáneamente de tanta vorágine para dedicarse a su familia, y es que tras dos abortos, Audrey por fin era madre, en un matrimonio que irremediablemente iba a la deriva.


Tras rodar casi al ritmo de película por año las apariciones de Audrey empiezan a distanciarse en el tiempo; cierra los sesenta con las “menores” "Como robar un millón y...” de nuevo con William Wyler y “Dos en la carretera” de Stanley Donen y , en lo que se intuía, su triunfal vuelta, la exitosa “Sola en la oscuridad” de Terence Young con una soberbia interpretación de una invidente que le acarrea a la postre su última nominación a los Oscar.



Los setenta los abre estrenando matrimonio (el anterior con Mel Ferrer se había ido al garete años antes) y maternidad y su incursión en el cine ya fue solo anecdótica: “Robin y Marian” de Richard Lester, dando vida a una senecta Lady Marian que acompañaba a un cansado Robin Hood, de vuelta de las cruzadas (Sean Connery), y una colaboración menor en “Todos rieron” de Peter Bogdanovich.


En los ochenta ocupó su tiempo, aprovechando su fama de una manera altruista como embajadora de buena voluntad de UNICEF. Su última aparición cinematográfica sería en Always” (1989) de Spielberg, en donde encarnaría a un ángel, que mejor papel para concluir una de las más fulgurantes y exitosas carreras en el mundo del cine. Audrey fallecía prematuramente tan solo cuatro años después de este último film, rodeada de los suyos en la más profunda intimidad. Ese día Hollywood lloró pues se le había muerto su ángel. 



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